Faltan escasas horas para que se inicie el Tour de Francia 2010. Y aunque las claves de la carrera son, a priori bastantes –luego se verá a posteriori cuáles fueron realmente determinantes y que otros ‘obstáculos’ inesperados marcaron el desenlace-, aunque solamente sea por motivos sentimentales se señala uno por encima de todos, el Tourmalet, el rey de los Pirineos, que se subirá dos veces en esta edición, en el centenario de su ‘descubrimiento’, una de ellas –el 22 de julio- como final de etapa. Y es que el coloso pirenaico, pese a ser clave en la historia del Tour, tan solo había acogido hasta ahora una llegada -Jean Pierre Danguillaume se impusó allí en 1974-, aunque la estación invernal de La Mongie, situada a 4,5 kilómetros de la cima, ha albergado tres finales de etapa –Bernard Thevenet, en 1970; Lance Armstrong, en 2002; e Ivan Basso, en 2004-.
Hemos tenido ocasión en estos días de leer en numerosos medios la historia del descubrimiento de la mítica cima, la mentira de su descubridor, Alphonse Steinés, cuando telegrafió al patrón del Tour mintiendo sobre la accesibilidad de la carretera que franqueaba el paso: «Atravesado Tourmalet. Stop. Muy buena ruta. Stop. Perfectamente practicable. Stop». (Os recomiendo la narración de Goméz Peña en El Correo de este episodio). También se ha recordado la actitud de Octave Lapize, primero en cruzar la cima, que llamó ‘asesinos’ a los organizadores, aunque su protesta –quizá sentando un precedente habitual en el mundo del ciclismo de hablar pero tragar- se quedó en eso, olvidándose poco después de llegar a París como ganador de aquella edición.
Sin embargo, el ciclismo no lo hacen solamente los ganadores, sino que muchas veces la épica que ha caracterizado este deporte –y que algunos pretenden olvidar y hacer olvidar- muchas veces tiene el nombre de los grandes derrotados. Por eso, quiero rendir mi particular homenaje, en estos prolegómenos de la edición del 2010, a otro de los grandes héroes del Tourmalet: Eugène Christophe, Cri-Cri.
El primer gran ciclista parisino fue el ‘artífice’ de que la clasificación general se realice por tiempos y no por puntos: en 1912 fue el mejor si tenemos en cuenta el cronómetro, aunque los belgas hicieron una gran labor en las llegadas para Odile Defraye, vencedor final de aquella edición por este motivo.
El cambio llegó en 1913… y entonces jugó en contra del galo: Al pie del Tourmalet, Cri-Cri había eliminado a todos sus rivales belgas, subió sin problemas el puerto y se dispuso a afrontar el descenso con una veintena de minutos de ventaja, que deberían haberle servido para ganar aquella etapa y aquella edición… de no haber sido porque rompió la horquilla de su bici en el descenso. En aquel entonces el cambio de bicicleta significaba la expulsión de carrera, lo mismo que la ayuda externa en las reparaciones. Por ello Christophe tuvo que caminar con la bici al hombro una decena de kilómetros, buscar una forja en Sainte-Marie-de-Campan –donde hay una placa que recuerda su ‘gesta’- y realizar la reparación por si mismo, ya que uno de los miembros de la organización –un árbitro, en la nomenclatura actual- le acompañó en su calvario, velando por la ‘pureza’ del reglamento… e incluso le sancionó con una decena de minutos adicionales a las tres horas y media perdidas porque un chavalín le ayudó con el fuelle. Entonces se dijo que la causa de la rotura de la bici fue el choque contra un automóvil, aunque todo el mundo coincide en que se trató de una mentira piadosa del parisino para no perjudicar a su patrocinador por esta avería.
La I Guerra Mundial acabó definitivamente con las aspiraciones de Cri-Cri de ganar el Tour, pero por lo menos salió vivo del envite –algo que no superaron muchos de sus rivales- y le sirvió para pasar a la historia del Tour de Francia y del ciclismo por ser el primer corredor en vestir el ‘maillot amarillo’, en 1919. Pero esta es otra historia de la que ya nos acordaremos y conmemoraremos como se merece en 2019.
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