Una vez me dijo un paracaidista que no era el primer salto el que más ‘acojonaba’, sino el segundo: en el ‘debut’ apenas eres consciente de nada, pero en el siguiente ya te das cuenta de todo, y eso te ‘marca’. Y el tercero es el que te sirve para quedarte definitivamente enganchado al salto… o aborrecerlo de por vida.
Con los viajes transoceánicos pasa un poco de lo mismo. De la primera vez que viajé a Australia –para acudir al Mundial de pista de Melbourne, en 2004- tengo pocos recuerdos: salimos para Londres un sábado a media tarde, hicimos escala en el soberbio aeropuerto de Singapur, ya el domingo a una hora indefinida, para llegar a la capital de Victoria el lunes de madrugada, intentando conciliar el horario físico y el mental. Por cierto, fue un Campeonato con numerosos éxitos españoles, destacando el oro de Sergi Escobar en la persecución.
Volví en 2006, pero con destino final Nueva Zelanda –esta vez era el Campeonato del Mundo de BTT y trial- y con unas condiciones bastante peores, que sin embargo no hicieron en mi la mella negativa que me hubiera desilusionado, más bien al contrario, aunque recuerdo todos y cada uno de los detalles de aquel trayecto. Fue pocos días después de una amenaza terrorista en Heathrow que obligó a viajar sin equipaje de mano, lo que afectó a los componentes de la primera expedición y el doctor Angel Gutiérrez aún anda pleiteando al perderle TODO el contenido de su maleta, incluso las gafas que no pudo llevar encima. Nosotros fuimos más afortunados por un par de días, aunque la estricta aplicación de pesos y volúmenes del equipaje de mano obligó a algunos a volver a facturar.
Al embarcar en Londres –sobre las nueve de la tarde del sábado-, es cuando te das cuenta que solamente puedes hablar con propiedad de haber montado en un avión cuando has sido pasajero de un gigantesco Boeing 747, cuando eres uno de sus más de 400 pasajeros; que el aeroplano en el que has llegado hasta la capital británica es un juguete que guarda muchas más similitudes con el cercanías o con cualquier autobús urbano o interurbano. Eso sí, me sorprendió que hubiera hasta cuatro vuelos programados para Australia en un intervalo de apenas dos horas, tres de ellos a Sydney, y dos incluso pasando por Bangkok, como nos tocó hacer esa vez.
Durante el vuelo, teníamos instrucciones exactas de cuando comer o dormir. A la hora de la verdad, sálvese quien pueda, con música, lectura, cabezadas más o menos prolongadas… y un aparato diabólico que me encanta, que me hipnotiza y que me trastorna. Es el flight path, un mapa a escala mundial en el que se señala en cada momento la posición del avión, las ciudades, tierras y mares que sobrevolamos. Y gracias a ello descubrí que países como Ucrania, la India o Birmania son bastante más extensos de lo que jamás habría podido imaginar viendo exclusivamente un atlas o un globo terráqueo. Claro que también la superficie de los mismos era proporcional al grado de cansancio que llevábamos: por ello ni cuento lo que supuso atravesar Australia, tras la escala tailandesa.
Tras pisar el aeropuerto de Sydney, un nuevo avión hacia Auckland -tres horas de vuelo que nos ratifican que Australia y Nueva Zelanda no están tan juntas como se presume en los mapas-, donde arribamos a mediodía del lunes. Pero aún no terminaba todo: recogida de equipajes, comprobación de bultos y bicis olvidadas o perdidas… y casi doscientos kilómetros por carretera, en pleno invierno austral, para llegar sobre las seis de la tarde, con la noche ya cerrada. No sé si es mejor contar las treinta y tantas horas reales de vuelo, o los dos días que invertimos en este traslado, sumando el bonus de la diferencia horaria. Al llegar a Rotorua, el intenso y característico olor a huevos podridos parecía más debido a la descomposición de nuestros propios cuerpos que a las aguas sulfurosas de geiseres y fumarolas que rodean esta estación termal.
Faltan pocas horas para el tercer viaje, esta vez sin escala en Londres, pero con cambio de avión nuevamente en Bangkok. Menos horas, pero entre unas cosas y otras dos días perdidos, ya que la llegada a Melbourne se producirá a última hora de la tarde del día siguiente a la partida. Ahora es la selección de carretera, ‘La Roja’, el motivo del viaje. Un traslado que, independientemente del cansancio, genera ilusión: la de que Oscar Freire se convierta en el primer corredor de la historia en conseguir el cuatro título profesional. El circuito, dicen, le va como anillo al dedo, y el cántabro sabe que es su penúltima oportunidad. Además, España se vino con el oro en los dos mundiales anteriores celebrados fuera de la Vieja Europa: en 1995, en Duitama (Colombia), con Abraham Olano, y en 2003, en Hamilton (Canadá), con Igor Astarloa. No hay dos sin tres también en esto, espero.
Foto: Federation Square, un curioso nombre para uno de los puntos céntricos de Melbourne y donde comenzará la prueba de profesionales el domingo 3 de octubre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario