Una vez más, el mundillo ciclista vuelve a mostrar una
división cuya frontera podría quedar en los Pirineos, geográfica o
sociológicamente hablando. Mientras que en la Europa continental no comprenden
que los españoles ‘señalados’ en actuaciones como la OP o simplemente en la
‘lista negra’ del Senado francés no reconozcan sus presuntas actuaciones, en
España lo que no se entienden son confesiones tan abiertas y a deshora como la
de Eric Zabel, que de buenas a primeras cambia sus dopajes esporádicos por el
reconocimiento de una vida llena de mentiras y de engaños en el pasado… que le
ha llevado a despedirse de buena parte de sus cargos en el presente.
Obviamente, esa culpa que te atormenta, que no te deja vivir,
puede ser siempre entendida como la razón fundamental de la confesión, en esta
situación o en cualquiera otra similar. Pero en estos casos, hay algo más, ya
que el reconocimiento del ‘pecado’ conlleva una catarsis, absolutamente
necesaria, para el reinicio de una nueva etapa. E incluso beneficiosa –a medio
plazo- para el afectado. No sé si será el caso del ciclismo.
Eso sí, como dije hace unos días, no termino de entender
que estas declaraciones del pasado sean tan necesarias para sentar las bases del
futuro del ciclismo como deporte.
¿Y aquí, qué? ¿Por qué no sucede lo mismo en España?
Llevo todo el día reflexionando sobre el tema –o
haciéndome una paja mental, en román paladino- y no termino de encontrar
razones lo suficientemente sólidas para como para dar por cerrado este ‘debate’
con unas conclusiones asumibles en uno u otro sentido. Por ello, también he
recurrido a Fran Reyes, posiblemente el periodista español especializado más interesado en estos aspectos psicológicos de la
actualidad, para que me ayude en este entuerto, quien me comenta, a modo de
introducción que “el ciclista español no
confiesa su dopaje por no complicar su vida ni la de los que le rodean”.
La situación más radical –pero no la más extraña, aunque principalmente
en otros ámbitos de la vida social- es la de aquellos que consideran que están
por encima del bien y del mal. Que por mucho que los señalen con pruebas más o
menos concluyentes, recurren a la negación absoluta, amparados por su posición.
Lo estamos viviendo estos días –y semanas, y meses- con nuestro presidente del
Gobierno, aunque Reyes me especifica que “más
que una posición de dominio, desde arriba, la fortaleza del pelotón en silencio
es la que ampara esta actuación. Contrariamente a otros países o incluso el
entorno global, donde se hace leña a gusto de los árboles caídos o sin caer, en
España no está bien visto ni criticar a los compañeros, ni a sus actos, ni las
confesiones”. Cuestión, pues, más de cantidad que de calidad.
Una segunda razón que he buscado podría resumirse como la insuficiencia
–subjetiva- de pruebas, y que también es bastante común en el mundo de la
política española. En este mundo del ciclismo, lo he visto reflejado en ese
típico y tópico, “pero si nunca ha dado
positivo en un control”. Para mi colega,
“el dopaje es un problema ético que no se asume. Solamente cuando se demuestra
una mala praxis, unos hechos. Pero si no se producen, si no se demuestran, no
soy culpable de nada”. De ahí que se esté cuestionando el pasaporte
biológico como método que ratifica esos hechos, aunque no sea un momento
concreto. Pero, por otro lado, tampoco hay que llegar al extremo contrario, que
cualquier declaración –sin unas mínimas garantías- sea ya una prueba
irrefutable de dopaje. Y el ejemplo del Senado francés, con un castigo moral
mucho más grave que cualquier sanción deportiva, no es el mejor.
Un tercer punto a tener en cuenta es la comparación
social, temporal o espacial entre el momento de cometer ese ‘presunto’ dopaje y
el de reconocerlo abiertamente, muchos años después. “Confesar el dopaje supone una reflexión dolorosa. Dada la concepción
que tenemos del dopaje, recurrir a él es una ignominia y admitirlo una
vergüenza. Ante la dureza de una exposición ante el exogrupo-público que le
ponga en el disparadero, para el ciclista es más fácil refugiarse en la
intimidad del endogrupo-pelotón donde el dopaje en su día estaba admitido y hoy
se observa con recelo de puertas hacia dentro y silencio de puertas hacia
fuera”, me indica Reyes. Es más, muchos consideran que el tema está tan
asumido de forma global que es innecesario cualquier profundización particular.
Muy ligado a este aspecto, encontramos la vinculación del
ciclista con su grupo de referencia, lo que algunos han llamado ‘omertá’ o ley
del silencio. “La confesión tiene implicaciones
para las personas que rodearon o rodean al corredor durante su carrera
deportiva. Las estrechas y casi familiares relaciones que se desarrollan dentro
de un equipo ciclista son un elemento disuasorio: el corredor no quiere realizar
unas declaraciones que perjudiquen a su antiguo director, masajista o
compañero, porque son amigos a los que se debe guardar lealtad aunque les hayan
inducido a cometer lo que ellos consideran prácticamente un pecado. Y no tiene por
qué ser una coacción: es un acto de lealtad”.
Y una quinta y última posible argumentación es,
obviamente, la defensa del ‘status quo’ personal, el tener mucho que perder y
nada que ganar con la confesión, algo que, hoy por hoy, es inapelable, al menos
en este país. Por eso hablaba de que –desde la perspectiva de la lucha global y
no del castigo individual- quizás sería mejor la confesión anónima que la
culpabilidad pública. De hecho, es la práctica habitual para la Iglesia, que
tanto ha invadido nuestra cultura y nuestra sociedad.
En fin, no le demos más vueltas. O si, pero ya os lo dejo
en vuestras manos, que vuestras opiniones serán valoradas y agradecidas.
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ResponderEliminarVeo que el calor te ha reblandecido aún más el seso. Ojalá siga esta ola y te remate del todo tu capacidad de decir bobadas.
EliminarInteresante apostilla de Javier Cepedano, en Twitter, que os tralado aquí: "En España el fracaso está peor visto que en otros países. Un dopado es un fracasado, un tramposo"
ResponderEliminarBuenas reflexiones Fran y Luis, pero permitidme que añada una sexta causa: la teoría de la multa de Tráfico. Los conductores españoles tienen el convencimiento de que cuando les ponen una multa no es por haber infringido una norma, sino por la mala suerte de que los han pillado, al ser pocos los controles y aleatorios. Es decir, han sido los que han pagado el pato, por tontos. Con los positivos sucede tres cuartos de lo mismo: pillan al tonto, no al malo. Gracias por dejarme añadirlo.
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