lunes, 14 de diciembre de 2009

25 años después

Hoy se cumplen 25 años –se me hubiera pasado, que son ya muchos, de no haber sido porque la prensa está pendiente de todo- de la trágica muerte de Alberto Fernández en un fatal accidente de automóvil, cuando las radiales españolas no eran sino caminos de cabras, y cuando el ciclismo era tan extensivo como hoy intensivo. Todo ello pocas horas después de que se le reconociese como lo que era, el mejor ciclista español del momento. Aunque los nombres de los Lejarreta, Delgado o Arroyo comenzaran a ser más conocidos por el público y definitivamente le eclipsaran en el olimpo de semidioses de la época más oscura del ciclismo español. Para mí era simplemente mí ídolo.

Alberto fue uno de los ciclistas más apreciados en aquellas épocas en las que ser corredor implicaba salir a por todas desde febrero en Andalucía hasta La Rioja en octubre. Pero fue, sobre todo, el más destacado, con diferencia, en el Tour de Francia en esos grises momentos en que lo más fácil era obviar la carrera gala, aunque él nos hacía ‘conectrar’ pese a que sus aspiraciones estuvieran muy lejos del amarillo en París. Y también lo fue en el Giro de Italia, en donde sí llegó a acceder al podio, demostrando su clase de escalador y contrarrelojista, pero sobre todo el ‘atrevimiento’ de ese joven equipo Zor que rompió moldes y supuso, junto con el Reynolds, el despegue del nuevo ciclismo español.

Pero, sobre todo, pudo serlo también en la Vuelta, donde se quedó en ese héroe caído, cuando seis malditos segundos le impidieron conquistar la gloria de la ronda nacional ante un desconocido Caritoux –antes, durante y también después- que le privó de sus sueños, de sus méritos, de su reconocimiento, un buen día de mayo de 1994. Ese ‘San Isidro’, fue una derrota mayor para todos los aficionados que esperábamos su coronación que para él mismo, modesto como pocos, aunque nunca tuvo la opción de resarcirse. Para mí ya había nacido un ídolo, el segundo de mi vida ciclista tras Luis Ocaña.

Poco me duró. Apenas seis meses después, ese 14-D, Alberto se dejaba la vida contra un coche camino de casa, de Cantabria, de Aguilar, que en ambos sitios se hizo ciclista –grande- y persona –más aún-. Todavía recuerdo como me enteré de su fallecimiento, de que mi madre vino a consolarme porque ya sabía lo que significaba esa pérdida para mí. Y como otra serie de acontecimientos se sucedieron a lo largo de ese día y me hicieron definitivamente llorar. Menos importantes, desde luego, pero que justificaron mis lágrimas. Por el héroe caído. Por el ídolo sin premio.

25 años después –más vale tarde que nunca- sirvan estas letras mal juntadas como homenaje hacia ti.


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