Acabo de escuchar la interesante entrevista que Ainara Hernando le realizaba en Ciclismo a Fondo a Oscar Freire hace unos días en la Vuelta, en relación con el Mundial de Mendrisio, ese objetivo que se ha marcado el ciclista de Torrelavega para entrar en la leyenda, de poder convertirse en el primer corredor en ganar cuatro Campeonatos del Mundo. Más que Eddy Merckx, Rick Van Steembergen o Alfredo Binda.
Freire, el mejor ciclista español de la década aunque aquí no se le reconozca –que bien le habría ido por la vida ciclista de haberse llamado Freirini, Van Freire o Freireau, por ejemplo-, con su sencillez y sinceridad habitual reconocía que nunca había dado una vuelta completa al circuito, aunque se conocía como la palma de la mano las dos subidas que marcarán el Campeonato el próximo domingo. E igualmente comentaba que la presumible ventaja de vivir a menos de cinco kilómetros de cualquier punto del circuito –su residencia suiza de Coldrerio sería el centro geométrico de la falsa circunferencia que forma el recorrido- se anula porque sus rivales del domingo conocerán el circuito tan bien como él el día de la prueba.
Lo que tiene a su favor es el tesón, la fe, la voluntad. En eso, Freire es superior a otros muchos ciclistas. Es precisamente el aditamento de los grandes campeones. Y Oscar quiere ser nuevamente ‘arco iris’.
Han pasado ya diez años desde aquel lejano domingo 10 de octubre de 1999 en Verona, cuando ganó su primer Mundial. En la misma entrevista Freire calificaba aquel día como el mejor momento de su vida deportiva, porque ganar quedaba totalmente fuera de su alcance. Y con desenfado, pero con decisión lo logró.
Y también fue para muchos de los que estábamos con él –desde luego que para mi lo fue y lo será-, uno de nuestros recuerdos inolvidables: ese equipo de meritorios con la ausencia las grandes figuras de entonces, formado por Freire, Santi Blanco, Perdiguero, Beltrán, Rubiera, Laiseka, Chaurreau, Lobato, Mauri, Odriozola, Chente García y Alvaro González de Galdeano, en el que muy pocos creían, salvo Paco Antequera y su gente; esa carrera dura, extraña e inteligente que colocó a Freire con opciones en un final que no desaprovechó, pero que no nos podíamos creer, aunque tuviera un pálpito desde muchos minutos antes de que íbamos a vivir un día grande; ese revuelo en la línea de llegada, con las decenas de periodistas que entonces viajaban con la selección ‘asaltando’ al nuevo campeón en busca de las primeras declaraciones en directo; esos minutos inolvidables del podio escuchando nuestro machacón himno nacional que entonces nos sonó a música celestial; o la locura del traslado a la sala de prensa en una carpa instalada en plena Arena de Verona, donde los periodistas extranjeros se volvían locos para saber algo de ese desconocido apellidado Gómez: Oscar Freire era para ellos el nombre de pila, ya que no entienden ni jamás entenderán esa manía española del doble apellido. Y ese abrazo emocionado y emocionante con el seleccionador, los dos dejando aflorar unas lágrimas difícilmente contenidas en los minutos anteriores.
Han cambiado mucho las cosas desde entonces. Y no sé si sentiré el próximo domingo lo mismo si Freire gana su cuarto Mundial. Pero me gustaría comprobarlo, aunque sólo sea por Oscar.
Freire, el mejor ciclista español de la década aunque aquí no se le reconozca –que bien le habría ido por la vida ciclista de haberse llamado Freirini, Van Freire o Freireau, por ejemplo-, con su sencillez y sinceridad habitual reconocía que nunca había dado una vuelta completa al circuito, aunque se conocía como la palma de la mano las dos subidas que marcarán el Campeonato el próximo domingo. E igualmente comentaba que la presumible ventaja de vivir a menos de cinco kilómetros de cualquier punto del circuito –su residencia suiza de Coldrerio sería el centro geométrico de la falsa circunferencia que forma el recorrido- se anula porque sus rivales del domingo conocerán el circuito tan bien como él el día de la prueba.
Lo que tiene a su favor es el tesón, la fe, la voluntad. En eso, Freire es superior a otros muchos ciclistas. Es precisamente el aditamento de los grandes campeones. Y Oscar quiere ser nuevamente ‘arco iris’.
Han pasado ya diez años desde aquel lejano domingo 10 de octubre de 1999 en Verona, cuando ganó su primer Mundial. En la misma entrevista Freire calificaba aquel día como el mejor momento de su vida deportiva, porque ganar quedaba totalmente fuera de su alcance. Y con desenfado, pero con decisión lo logró.
Y también fue para muchos de los que estábamos con él –desde luego que para mi lo fue y lo será-, uno de nuestros recuerdos inolvidables: ese equipo de meritorios con la ausencia las grandes figuras de entonces, formado por Freire, Santi Blanco, Perdiguero, Beltrán, Rubiera, Laiseka, Chaurreau, Lobato, Mauri, Odriozola, Chente García y Alvaro González de Galdeano, en el que muy pocos creían, salvo Paco Antequera y su gente; esa carrera dura, extraña e inteligente que colocó a Freire con opciones en un final que no desaprovechó, pero que no nos podíamos creer, aunque tuviera un pálpito desde muchos minutos antes de que íbamos a vivir un día grande; ese revuelo en la línea de llegada, con las decenas de periodistas que entonces viajaban con la selección ‘asaltando’ al nuevo campeón en busca de las primeras declaraciones en directo; esos minutos inolvidables del podio escuchando nuestro machacón himno nacional que entonces nos sonó a música celestial; o la locura del traslado a la sala de prensa en una carpa instalada en plena Arena de Verona, donde los periodistas extranjeros se volvían locos para saber algo de ese desconocido apellidado Gómez: Oscar Freire era para ellos el nombre de pila, ya que no entienden ni jamás entenderán esa manía española del doble apellido. Y ese abrazo emocionado y emocionante con el seleccionador, los dos dejando aflorar unas lágrimas difícilmente contenidas en los minutos anteriores.
Han cambiado mucho las cosas desde entonces. Y no sé si sentiré el próximo domingo lo mismo si Freire gana su cuarto Mundial. Pero me gustaría comprobarlo, aunque sólo sea por Oscar.
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