Siempre he dicho que el ciclismo como mejor se ve es por
televisión. Pero la pantalla no transmite ese sentimiento y esa emoción que
solo se puede vivir ‘in situ’. Por ejemplo, en la recta de llegada de una carrera
ciclista como la de hoy, el Campeonato del Mundo de féminas. Con miles de
aficionados en las cunetas –“jamás había visto tanta gente en un Mundial
femenino”, comentaba el seleccionador español-, con cientos de ‘supporters’
embutidos en chaquetas azules del club de seguidores de Marianne Vos. Y con el
padre de la criatura, con una llamativa chaqueta naranja, prácticamente a mi
lado, conteniendo las lágrimas como podía, y al que no he podido por menos de
felicitar efusivamente por el éxito de su hija.
El temor más o menos evidente que se transmitía ante la
generosidad del esfuerzo de la ciclista holandesa se ha roto definitivamente
entre el griterío de los aficionados naranjas cuando Vos se ha ido cómo, dónde
y cuándo ha querido. En el mítico Cauberg, que siempre quedará ligado a la
gesta de la mejor ciclista de todos los tiempos.
No voy a volver a escribir lo que pienso de la holandesa,
que ganó aquí precisamente el Campeonato de Europa de 2006, en su primera
campaña en la máxima categoría y que también tuve la suerte de presenciar,
aunque entonces sin ninguna dosis de emoción. Pero si puedo decir que este
quedará como uno de los grandes momentos ciclistas que he tenido la suerte de
presenciar. De compartir, de vivir.
Y para que luego digan que el ciclismo no es cosa de
mujeres.
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