Creo
que el único párrafo que se salva del artículo es el final, aunque no referido
a sus víctimas sino como una auténtica revelación después de escribir su
enésima apología contra los ciclistas: "Soy un gran idiota pero todavía no
me he dado cuenta".
Ignoro
–y me importa tres narices- las razones de su frustración contra las bicis y su
obsesión enfermiza por la pulcritud como razón única y fundamental para evitar
cualquier práctica deportiva. Tampoco me preocupan mucho sus tajantes
afirmaciones sobre que la bicicleta es antiestética y un insulto al progreso,
que ir en bicicleta y despreciar la vida son una unidad de destino en lo
universal, o simplemente que cualquier ciudad sería más agradable, noble y
segura con el doble de CO2 y la mitad de ciclistas. Es parte de su provocación
y en este país de mediocridades, esta mal entendida ironía le da un buen
resultado, aunque sólo sea en forma económica.
Lo
verdaderamente grave es que esta parafernalia anticiclista pueda ser tomada
como un nuevo Credo para esos miles de descerebrados que cada día, cuando se
suben a sus automóviles, desprecian a los ciclistas –y a los peatones y a otros
conductores- en calles y carreteras, con casco o sin él, atentando contra sus
derechos, contra su libertad, contra su ocio, contra su salud, contra su vida.
Y que no haya conciencia de que esas gentes son asesinos en potencia.
En
otros ámbitos de la sociedad este artículo sería una apología del terrorismo.
Aquí incluso alguno lo justificará hablando de libertad de expresión y felicitará al autor, al que lógicamente no quiero ni mencionar. Tenemos lo que nos merecemos.
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